sábado, 30 de octubre de 2010

EN FIN...

En fin, quedé tan abrumado que habría preferido desaparecer por una pequeña grieta del suelo o haber sido transformado en compost cuando salí triturado del espureo edificio que albergaba el Centro Comercial. Fortuna me estaba dando una cháchara incomprensible que yo era incapaz de asimilar. Solo un idiota o el retrasado que vivía en el cuarto interior podían comprender algo de lo que ella iba soltando. Sin embargo y a pasar de conservar el ánimo, los nervios y las manos en el volante, casi siempre hay un mequetrefe que circula algo más deprisa de lo permitido con un cierto desorden hormonal y un coche trucado hasta las cachas. El imbécil de mequetrefe, como no , era un energúmeno de unos veinticinco años, recién salido de Es-madre y a punto de aprobar las oposiciones de notario, pues para otra cosa no se sirve habiendo estudiado en un centro donde se aplica la doctrina Busch del conocimiento económico. Quedé en un tris-tras con el morro rasgado, reventado y saliendo por alguna parte del motor, el vapor de humo que hemos visto miles de veces el la Tdt: en otro sitio no es posible ver tanto desastre y tantos automóviles destrozados. Hubiera rezado el rosario, de haber llevado uno en la guantera, pero me iba de perlas oprimir con el dedo pulgar la zona f de mi mano para aplacar la rabia que poco a poco iba convirtiéndose en ira incontrolable y en un estado de nervios hechos migas. Así que en mi subconsciente salgo del coche, me dirijo al mequetrefe, le suelto un guantazo, le estrello una papelera contra el parabrisas, y decido seguidamente si redacto el parte de accidente en tono amistoso o simplemente me doy a la fuga. Fortuna, que apretaba mi brazo con esa fruición de una mujer al borde de la más horrible locura, me miraba entre: ves y sacúdele y vuélvete al coche y vámonos a casa, cariño. Mi deseos de matar se habían acelerado, y a punto estuve de procurarme una buena estancia entre rateros descerebrados, descerebrados asesinos y proxenetas descerebrados. Solo pensar en ello mis deseos se iban amortiguando hasta tal extremo de redactar el parte de accidente con la rigurosidad de un escribano, como el auténtico pasante de un juez de primera instancia.

Dos horas más tarde decido no esperar ni un segundo más a la grúa que iba a encargarse de trasladar el coche al taller, mejor a la chatarra, aunque con aquella suerte la mía y si después de aprobar la reparación, va y me descalabro por un precipicio, pues al aprendiz se le haba olvidado apretar las tuercas de los frenos delanteros: epitafio que bien pensado hubiera servido para alegar desorden mental allá arriba, delante de encargado de distribuir a los que de ninguna manera desean volver a pisar un grumo de tierra rojiza de este planeta.

De repente me entró una incontinencia por mear y comer aunque en aquella situación sólo podía permitirme el lujo de devorar una hamburguesa doble con doble ración de patatas fritas y triple de lechuga chorreada de asquerosa salsa César. Fortuna y yo vimos marchar al coche hecho migajas, subido en la caja de la grúa atado como un perro sarnoso de camino a la perrera, desde el cabrestante se deslizaba una correa que lo ataba corto, vamos como a un perro rabioso. Al otro lado, quedaba el edificio más ambicioso que había visto nunca, obra de otro arquitecto megalómano sucumbido por el irresistible poder de convicción de un degenerado concejal que lo que pretende, entre otras inconfesables cosas es que no podamos morirnos en paz, o suicidarnos si viene a cuento. Ni una ventana, ni un minúsculo haz de luz era posible que se colara hasta el interior de aquella tumba comercial. Las razones eran obvias, o ignoraba a la Nueva Arquitectura o me meaba encima. No había tiempo ni ganas para razonamientos. De paso echaría un vistazo a las hamburguesas con el fin de saciar mi hambruna. Los nervios, pensé, pero continuaba engañándome, mi desazón formaba parte de mis deseos mas inconfesables. Me había dado, a escondidas, a la hamburguesa. Me hubiera suicidado por mi debilidad, la primera vez, pero las siguientes encontraba en aquella montaña de grasa, un principio: el mismo que hace que seamos fieles a un mujer durante toda una vida. Era mi secreto, y por mi iba a ser el mejor guardado.

Cuando noté la bofetada de aire recomprimido. Mil veces dirigido por las tuberas de acero, kilómetros de conducción incontrolada, origen de las enfermedades mas horrendas, mi corazón pareció explotar entre aquella masa de gente de todos los colores, razas y condición social. Hacia mí avanzaban, como si fueran huyendo del sol, verdaderos vampiros, de ojos lechosos y cuencas amoratadas. Eran el grupo más numeroso. Me miraban y sonreían como dándose la razón de que yo iba a ser el siguiente en su lista. Me atacarían, morderían y me dejarían sin una gota de sangre. Eran pues en si mismo un espectáculo que a su paso nos increpaban y llamaban ¡capullos de mierda, que os den! Algunos llevaban clavadas estacas de madera, tan realistas que podían engañar a cualquiera. En mi caso pensé en Halloween. El día de los muertos pasado por el filtro de una serie de televisión. El grupo del fondo vociferaba contra otro que pretendía ocupar unas mesas en el bar de moda El oso que guiña el ojo, sin duda nada que ver con el Yogui de Yellostone de nuestros, imperfectos y a todas luces estúpidos, años de candidez.

¡Que se los lleven, que se los lleven! Me parecía oír gritar a una masa de compradores compulsivos, supongo querrian refereirse a algún pobre diablo que habría cometido el error de circular, pongo por caso, por el carril contrario de las inmensas avenidas peatonales del centro comercial. Mi vista hacia sacudir a la cabeza, harta ya de tanta y semejante estupidez. Aquella situación ofrecía todos los condimentos de acabar siendo una situación peligrosa. El deseo de consumir, adosado al deseo de calentar a alguien, hace que el comprador de centro comercial se comporte con un autentico nakinavajas en potencia. Fortuna procurada contener la sonrisa, pero yo no sabia a cuento de que aquel rictus que iluminaba su cara hacia presagiar momentos difíciles en nuestra relación con los demás.

Por fin el oso que guiña el ojo, donde podría mear y tomar un te cargado de alguna sustancia que adormilara mi desagrado por la gente. Como método recurrente y solo para aclarar algunas ideas confusas, me interrogaba ¿Qué demonios hacia metido en aquella jaula de locos?. Sin respuesta. De manera que no quedaba otro remedio que seguir en la senda, aparcar tu cuerpo cuando tuviera ganas de mear, y dejarte de tonterías pues salías ileso o salías amoratado de aquella fiesta de viernes por la tarde.

Todo el mundo piensa que lo suyo es lo mejor, incluso yo también pienso que lo mío es lo mejor, lo que hace mover al mundo con sensatez, sin violencia y con la humanidad puesta a flor de piel. Aunque tal vez, los mejores deseos, aquellos aprendidos en talleres de crecimiento personal, en las interminables charlas con los psicólogos de familia, quedan arruinados, abocados a la cloaca en un santiamén cuando tu coche ha sido victima de una tropelía provocada por un degenerado, te entren ganas de mear y no tengas mas remedio que hacer uso de un centro comercial donde el general Custer hubiera disfrutado como un indio, -nunca he pretendido que las bromas me salieran de manera tan canallesca- cuando vas, y después de pelearte con una compradora por un oso de peluche consigues localizar la luz roja de los retretes, algo que dudo mucho sea obra del altísimo, un energúmeno de casi dos metros d e altura te pide algún comprobante de haber adquirido en cualquiera de los cuatrocientas cincuenta y dos tiendas objeto útil o inservible pero que sin ese requisito era imposible la evacuación de vejiga. Tan esperado momento se me venía abajo, y abajo se me venia los sudores y humores, la candidez y autocontrol aprendido en mis reuniones, por ese pequeño detalle hube de liquidar un sanción de cuatrocientos euros por una simple meada en la calle, aunque, tal vez, no hubiera sido tan desproporcionada la sanción, si mi mala precaución no me hubiera llevado a hacerlo encima de un indigente, que en el juicio de faltas, que se celebró semanas después, parecía haber caído mi intemerata sobre el nuncio apostólico, por lo menos.

CONTINUARÁ...?

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