miércoles, 17 de noviembre de 2010

AVISAME CUANDO VENGAS

Virginia se puso el jersey de cuello cisne. Le iba a abrigar lo suficiente como para no pasar frío el resto del invierno. Con el clima húmedo se le habían resentido sus viejas dolencias causadas por un accidente de moto de vuelta de la ciudad.

Trasladé de lugar una figurita de barro de la estantería de madera barnizada. Era uno de sus trabajos en la escuela de artes. Estaba contenta con su nueva ocupación, pues al menos no tendría con ello que impacientarse hasta que yo no volviera del trabajo. Nuestro hijo estudiaba en la universidad politécnica y Virginia se encontró, un buen día, sola en una casa vacía. Incluso su vida aparentaba no tener demasiado sentido entonces.

Coloqué la figurita de barro en un estante próximo al cuarto de estar y en su lugar puse la única maceta de la casa, que echaba, por entonces, nuevos brotes de color rojo.

Era sábado y mi día de descanso en el trabajo, así que replegué los utensilios del desayuno y como un acto reflejo, me dispuse a llevar a cabo el trabajo que Virginia hacía cada día. Ella me miraba con los brazos cruzados, sin decir absolutamente nada. Habíamos cumplido los cuarenta y en raras ocasiones salíamos, excepto para realizar algunas compras. En alguna ocasión traté de convencerla para continuar la relación con nuestros amigos. Cada uno de ellos se fueron separando de nosotros a raíz del nacimiento de nuestro hijo.

La casa era como un monumento megalítico. De formas enormes y vetustas que tiempo atrás había pertenecido a la familia de Virginia. Ella consideraba el edificio como algo especialmente extraño y ajeno a sus gustos. Supongo que la abandono por ese motivo, en numerosas ocasiones.

Dispuse los platos sobre el fregadero y solté el chorro del agua. No sé en que podía estar pensando, pero era incapaz de soportar, por un instante más, el silencio que era roto exclusivamente por el ruido del agua al chocar contra la vajilla.

--Te dejo.—dijo mirándome a la vez que se colocaba las gafas.

Estaba realmente hermosa aquella mañana. No pensé nunca en que la cosa pudiera acabar así. Todos estos años juntos. Nuestro matrimonio. Me deshice del delantal y me dirigí hacia ella con las manos mojadas.

--¿Quieres que te acompañe?.—le pregunté con desconcierto.

--Es preferible que esto lo haga sola.—dijo

La verdad es que fue entonces cuando me día cuenta que no conocía en absoluto sus sentimientos.

Permanecimos separados durante varios meses. Ella vivía en un apartamento céntrico en compañía de una mujer. Su mejor amiga, decía, rectificando siempre que podía. Marcia, tenía los mismos años que Virginia y además era compañera suya en la escuela de arte.

Nuestro hijo solía visitarnos con más frecuencia a raíz de nuestra separación, pero los fines de semanas pasaban pronto y cada uno de nosotros volvía a sus habituales ocupaciones. La separación, en realidad, nunca fue completa, quiero decir que solíamos vernos para comer juntos en algún restaurante del centro. Era una mujer feliz y mentiría si dijera lo contrario. Por otro lado yo comencé a considerarme un verdadero idiota por haberla dejado perder.

Se cansó pronto de su trenza y se corto el pelo. En mi vida había visto a Virginia en pantalones. Le favorecían realmente. Su piel había adquirido un color pálido, o gris. O Ambos a la vez, así que traté de imaginármela en adelante como una mujer independizada.

Un día de vuelta del trabajo, estaba sentada sobre el último peldaño de la escalera del porche. Flanqueada por un pequeña maleta y un bolso de mano de color marrón. Tenía la piel fría y blanca. Una sonrisa le cruzaba de un extremo a otro su cara. Volvía sin ninguna intención de quedarse. Deseaba reflexionar, pero nunca supe de qué.

Era una de sus habituales renuncias a lo que le rodeaba. Los fines semana que siguieron, limpié el polvo de la figurita de barro que coloqué de nuevo sobre la estantería del cuarto de estar, por si alguna vez decidía volver a casa definitivamente.

NO TE LO CREAS SI ME VES LLORAR


Le mandó parar el coche, abrió la portezuela, salió airada. Paró al siguiente, a quién hizo señas. Subió y cerró tras de sí la portezuela.

-Es un hijo de puta –exclamó.

-¿Y ahora?- preguntó él

-Adonde quieras –contestó ella.

El coche rodó unos metros. A punto estaban de adelantar al primer coche cuando ella lloró.