domingo, 26 de septiembre de 2010

COMO CERDOS EN EL JARDÍN



El tranvía había parado a escasos metros del bloque rojo de pisos. Y como cada tarde algo me tiraba calle abajo hacia el bar del italiano. En alguna ocasión me había preguntado el porqué un tipo así había ido a parar a un barrio como aquel. Pedí una jarra de cerveza con pimienta y observé al resto de la clientela que andaban metidos en sus cosas. Al segundo trago sentía ya la necesidad de olvidar que como cada noche tenía que volver a su lado.

Desde hace años vivo con mi hermano, unas casas más allá, en la misma calle y como todas las noches terminaba mi ración de cerveza convencido de que aquella iba a ser la última y que el resto de los días iban a ser diferentes. No tenía remedio. Nada había cambiado en nuestra convivencia. Antes de acabar la jarra ya me lo imaginaba esperando mi llegada, observándome de arriba abajo. Recriminando mi modo de vestir, mi olor corporal. Después de catorce horas frente al horno de alta temperatura, que podía esperar. Y todo ¿Para qué?, ¿Para preparar la cena como todas las noches con un repugnante pollo frito de varios días?

Dejé las monedas sobre el mostrador, confiando que el italiano no se percatara de que había alguna de menos. Era un tipo de asquerosa corpulencia. Siempre graso, pero era un tipo listo. Cuando salí de su local una bocanada de bochorno me aplastó contra la puerta de entrada. Encendí un cigarrillo que con suerte podría consumir antes de llegar al último descansillo de la escalera. Mi hermano no soportaba el humo del tabaco y me miraba de forma recriminatoria si fumaba en su presencia.

Lo apagué justo en la puerta. Un vetusto piso de los años cuarenta, que formaba parte del plan quinquenal de la vivienda. Partencia a un bloque rodeado de un paisaje atronador entre restos de materiales de desecho y cloacas a medio terminar que conducían los residuos a mitad de la nada.

Asomado a la barandilla me observaba impaciente como rebuscaba entre mis bolsillos la llave del buzón. Abrí la portezuela y me contraje ante el vacío de noticia alguna. De nuevo nadie nos escribía. Ni siquiera aquel día recibimos una notificación de la compañía telefónica para comunicarnos el corte de la línea por falta de pago. No valía la pena abrir en lo sucesivo el buzón—pensé--. Subí escaleras arriba y noté que conforme pasaban los años, los peldaños pesaban como una losa. Me vio subir y una vez a su altura giró la silla en torno mío. Durante años era él quien cerraba la puerta del piso. De inmediato se sitúo frente al televisor. Le gustaba ver los reality show donde el más idiota de todos los participantes era el que tenía más audiencia.

A lo largo de los años, sus movimientos se habían hechos más lentos y perezosos, a pesar de ejercitar casi diariamente con las pesas, sus músculos eran tan flácidos como una tarrina de natillas. El día menos pensado se decidiría a pisar la calle y debería estar preparado para ello. Su cuerpo era fofo y graso, extraordinariamente inmóvil.

Eché el pestillo a la puerta de mi habitación y me tumbé sobre la cama a la espera de recuperar las fuerzas necesarias para enfrentarme un nuevo día a él. Me aseé y saqué de la cómoda una camisa limpia. Olía a perfume. Eso si que lo tenía, siempre se preocupaba de que todo estuviera a punto, igual que cuando vivía mamá.

Hoy le hemos enterrado, y sólo hemos asistido un vecino y yo. Nunca pensé que tuviera de amigo a aquel tipo del tercero, lleno de granos que supuraban pus y algunos mezquinos que formaban un desagradable anillo de verrugas en su cuello. La verdad, nunca lo hubiera pensado.

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